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Descontento social e impunidad

Hace unos días atendí a una clase de derechos humanos en una universidad de la Ciudad de México. En la sala estaba reunido un grupo plural compuesto por activistas de distintas nacionalidades, militares y personas pertenecientes a pueblos indígenas. Todos escuchábamos con atención la exposición de un alumno que nos presentaba el Caso de Ayotzinapa, Guerrero, donde estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos se manifestaban para exigir mejores condiciones de estudio y oportunidades de trabajo. Recordemos que durante estos hechos, agentes ministeriales asesinaron a los estudiantes Jorge Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús mientras reprimían violentamente la protesta.

Las graves violaciones a los derechos humanos que ahí se cometieron fueron documentadas por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Las reflexiones no se hicieron esperar por parte del auditorio. Una de las asistentes a la clase afirmó: “no hemos aprendido nada en todos estos años, pues los hechos se vuelven a repetir”. Y es cierto, la represión estatal está instalada en el sistema y parece que los gobiernos no conocen formas democráticas de operar frente a la insatisfacción social. Los puntos de vista sobre la protesta social y el uso de la fuerza siempre generan disensos. En el caso de Ayotzinapa existieron evidencias suficientes que fueron los agentes quienes se excedieron en el uso de la fuerza y obstruyeron el derecho legítimo a la asociación, la libertad de expresión y la manifestación de estudiantes, maestras, mujeres y campesinos. La represión a la protesta social envía un mensaje no sólo a las personas que se manifiestan, sino a la sociedad en su conjunto, sobre lo que ocurre con quienes demandan sus derechos y se oponen al poder.

La represión, además, se configura como un castigo ejemplar que pretende sembrar el miedo en la gente y desarticular los movimientos sociales y políticos. No obstante, para que pueda operar es necesario contar con cuerpos de seguridad que se alinean a las necesidades de los gobernantes a cambio, por supuesto, de un pacto de impunidad en donde los represores no serán castigados. Ejemplos sobran donde a los funcionarios se les “premia por su servicio al gobierno”. En días pasados, dos casos se convirtieron en emblemáticos debido a la gravedad y brutalidad de la fuerza utilizada, nos muestran que esta afirmación no es aventurada sino una realidad. Por un lado, dentro del Caso Ayotzinapa, fueron liberados dos elementos de la Policía Ministerial de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Guerrero, acusados del homicidio de dos estudiantes ya que, aparentemente, las pruebas fueron deficientes para imputar esa responsabilidad. Esto, a pesar de que la misma Procuraduría acusaba a dos de sus elementos, por lo que los círculos de impunidad resultan clarísimos. Frente a este acontecimiento, un gran número de organizaciones se pronunciaron al respecto e hicieron un llamado al gobernador a fin de que los hechos no quedaran impunes.

Por otra parte, se conmemoraron siete años de la represión que se vivió en Atenco. En ese sentido, las once mujeres denunciantes de la tortura sexual utilizada por las policías como forma de castigar y reprimir la protesta, evidenciaron la simulación que se vive en el proceso penal donde sólo dos policías están siendo supuestamente enjuiciados —a pesar que en el operativo del 3 y 4 de mayo de 2006 en Texcoco y San Salvador Atenco participaron más de 2,500 agentes de las fuerzas de seguridad—. En los hechos, la investigación y la generación de pruebas parece encaminarse hacia las mujeres que son citadas para volver a declarar, practicarles el Protocolo de Estambul y carearse con sus agresores. Esto confirma la ausencia de voluntad política para sancionar a los represores, la revictimización que sufren las mujeres a lo largo de los procesos penales y la falta de acceso a la justicia en casos de violencia contra las mujeres; violencia que se perpetúa y se institucionaliza como un continuum de la represión hacia ellas. Muchos de los funcionarios que permitieron el operativo del 2006 continúan en escena con más poder y mejores puestos. Queda preguntarnos cómo los gobiernos van a continuar haciendo frente al descontento social.

La protesta social es un derecho ciudadano, un medio para manifestar y expresar opiniones e ideas, pero también para evidenciar públicamente las problemáticas que afectan distintos ámbitos. Si las autoridades de todos los niveles continúan avalando el uso de la fuerza para reprimir el descontento social, dejarán de atender el fondo de las demandas ciudadanas. No alcanzan a comprender que son las responsables de canalizar y resolver estas demandas para evitar que hechos violentos, como los de Ayotzinapa, vuelvan a repetirse.

Por: Jaqueline Sáenz Andujo

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