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La impunidad está en la cárcel

Hace algunos días olvidé mi tarjeta en un cajero automático por distracción. Al parecer la tarjeta fue utilizada para la compra de cheves y botanas en establecimientos de conveniencia por una cantidad no muy significativa. Aunque la responsabilidad fue mía, el Ministerio Público no quiso recibir mi solicitud de expedir un acta especial (que permite dejar constancia de algún hecho o se justifica la pérdida o extravío de documentos, objetos o identificaciones) porque había que “investigar a los responsables por el delito de uso indebido de documento“. Lo único que yo deseaba era cumplir con los requisitos para el banco y no abonar a la saturación de la autoridad ministerial. Sin embargo, esta última se rige bajo la mentalidad de que existió una ofensa y el Estado tiene que “recomponer el caos”, como si en otros casos así lo hicieren.

 

Regular cómo se reprimen los delitos, las acciones y conductas antisociales ha sido un problema histórico, presente en todas las agrupaciones humanas. Aplicado a los Estados (pos)modernos, este dilema adquiere un cariz distinto: el Estado es quien dice qué es lo que ofende, a quién le ofende y cómo se reprochará tal ofensa. Lo mismo regula una violación sexual o un secuestro que la usurpación de un cargo público o la bigamia. Todo, aparentemente bajo la idea del orden cósmico griego, la retribución ética kantiana, o el utilitarismo penal moderno.

 

El jurista italiano Luigi Ferrajoli ha desarrollado toda una teoría acerca del “derecho penal mínimo”, es decir, que la utilización de la ley —sobre todo en la vía penal— debe de ser el último recurso (la ultima ratio) para la resolución de los conflictos. Muchos sistemas de regulación han surgido en la humanidad y muchos de ellos van siempre, como medida legal, a violentar algún derecho humano. En ese sentido, la forma más habitual de imponer penas a las personas, sigue siendo la prisión, es decir: la violación al derecho a la libertad como una medida legal. Al parecer, se piensa que la prisión representa la forma menos dañina para imponerle a alguien que ha infringido la ley. No obstante, y al menos en el caso mexicano y latinoamericano, no ha sido así.

 

Uno pensaría que con la entrada en vigor del nuevo sistema penal acusatorio pasarían tres cosas: 1) que las medidas cautelares de prisión serían reducidas; 2) que se privilegiaría la resolución de conflictos por medios alternos; 3) que las propias procuraciones de justicia utilizarían al mínimo el derecho penal. Aunque hay que “darle chance” al sistema penal para que se termine de asentar, podríamos decir que los presupuestos mencionados no han sido la constante.

 

Por una parte, la prisión preventiva oficiosa en algunos delitos sigue existiendo, es decir, que no importe en qué contexto se haya cometido, siempre en algunos delitos las personas irán a prisión durante el juicio. En segundo lugar, muchos de los nuevos funcionarios no saben aplicar otros métodos de resolución, pues teniendo aún el “chip” antiguo de procesar los delitos como antes, privilegian la Litis (es decir, el pleito) a la conciliación. Y en tercer lugar, se siguen abriendo indagatorias sin sentido en lugar de avocar más esfuerzos a la investigación de crímenes realmente lacerantes contra la sociedad, como la desaparición de personas, la tortura, los homicidios, ejecuciones extrajudiciales, las violaciones sexuales, entre otros.

 

El extravío de mi tarjeta me hizo pensar sobre cuál es el camino a seguir para las conductas antisociales; cómo las clasificamos de acuerdo a la gravedad de los actos y a la repercusión particular en las personas, pero yo me sigo preguntando: ¿por qué a un familiar de una persona desaparecida le dicen que probablemente migró, se fue con el novio o anda de fiesta como argumentos para no iniciar una investigación? ¿Por qué a una mujer violentada o torturada sexualmente le imponen el probar el delito que le cometieron? ¿Por qué los homicidios por razón de odio no son investigados? Y, ¿por qué la compra de cervezas con un documento robado sí amerita el inicio de una carpeta de investigación?

 

La única respuesta que veo posible es que el Estado no suele, ni quiere, tener una respuesta para las verdaderas transgresiones sociales, fomentando con ello la impunidad. Ese 93.7% de delitos no denunciados es un símbolo de que el sistema penal no sirve para otorgar justicia. El Estado, al parecer, se enfoca más en el burocratismo de sus instituciones y su papeleo de gabinete que en la salida al mundo exterior, donde la crisis generalizada de violaciones a los derechos humanos sigue existiendo.

 

El derecho penal mínimo no estipula impunidad; revierte más bien la idea revanchista de la sociedad en métodos que realmente puedan solucionar conflictos y sanar a la persona, incluyendo el no revictimizarla con nuevos desgastes frente a autoridades que no les creen. Por su parte, para los “perpetradores”, la prisión es y seguirá siendo un espacio de reducción de la personalidad humana, de separación profunda con la sociedad que, sea cual fuere el delito que hayan cometido, ya los expulsó de su seno, sin dar lugar a la verdadera justicia, la verdadera verdad, y la verdadera reparación.