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La retórica de las aspiraciones y la ética pública

Quienes promovieron la reforma energética para liberalizar la industria, repetían que la exclusividad del Estado sobre esta área era una ‘excepcionalidad mexicana’ y que, por tanto, era injustificada. Por un lado, se decía que incluso Corea del Norte y Cuba – es decir países considerados no democráticos –, permiten la participación, privada o extranjera – sólo como apunte marginal: ninguno es realmente un país petrolero. Por el otro, parecía haber la convicción de que abrir la industria era indispensable para el crecimiento económico y el desarrollo integral, y que era casi una condición inescapable para considerarnos modernos y democráticos: como Noruega, digamos.

Esta aspiración, sin embargo, desaparece en otros temas, como el combate a la corrupción: esas comparaciones petroleras, a veces retóricas y otras francamente ramplonas, no asomaron ni siquiera en las declaraciones del Presidente o de las Cámaras del Congreso. La urgencia por desarrollar la industria para ‘ser competitivos’ y tener estándares avanzados no se replicó para las reformas anticorrupción: para nuestros tomadores de decisiones no hay ejemplos que valgan en esta materia, para seguir o evitar. No había Noruega, Nigeria o Corea del Norte.

Interesa el contraste porque es evidencia de las prioridades de los objetivos de la agenda pública en este sexenio. A pesar de que la de anticorrupción fue una de las primeras propuestas de reforma del Presidente, no tuvo el mismo impulso que las demás – no sólo la energética, también la de telecomunicaciones, la educativa o la financiera –, y apenas ahora hay visos de que pueda concluirse su proceso de dictamen y aprobación eventual.

El Presidente y el Congreso deben explicaciones sobre la demora: la temporalidad no fue una razón suficiente para priorizarla y, ahora, parece que la crisis de legitimidad y confianza en las instituciones tampoco. De igual forma pasó desapercibido el respaldo del Presidente, en transmisión nacional, a la creación del Sistema Nacional Anticorrupción, durante la presentación de las “10 medidas para mejorar la Seguridad, la Justicia y el Estado de Derecho en México”.

Habrá quien cuestione si lo que necesitamos es modificar las normas o, más bien, asegurar el cumplimiento de las existentes. Las leyes regulan los conflictos que se presentan en una sociedad. Los principios generales que entraña cualquier marco normativo son una guía de comportamiento que sirve para limitar, por ejemplo, la discrecionalidad en el ejercicio del poder. Es cierto que los cambios normativos no conducen, en automático, a cambios en las prácticas; no obstante, su impacto también se observa mediante su poder simbólico: la mera existencia de la norma expresa un tipo de consideración social y política sobre el asunto público que rige.

Los conflictos de interés del Presidente y del secretario de Hacienda, problemas graves por sí mismos, también son sintomáticos de la situación del combate a la corrupción y de lo que en México se entiende por rendición de cuentas institucional: hay leyes que sirven como referentes para justificar conductas que, en los países que nos gusta tomar como referencia, al menos activarían alguno de los mecanismos o instancias existentes para investigar y ofrecer una explicación más clarificadora que las que hasta el momento se ofrecieron.

El estado actual del sistema de rendición de cuentas es precario. Pero el diagnóstico, además, no es nuevo: en los últimos años se señaló, de manera precisa, cuáles eran los problemas de la desarticulación entre los organismos encargados de la rendición de cuentas y de la definición limitada de las responsabilidades de los servidores públicos. Al mismo tiempo, los estudios de opinión pública y las encuestas, sin excepción, refieren la pérdida de confianza en la función pública. La credibilidad de las instituciones importa, por ejemplo, para que las explicaciones de la PGR sobre la desaparición de los estudiantes normalistas o las del Presidente sobre la cancelación de concursos de licitación no se desacrediten casi en automático.

La ética de las y los servidores públicos no es, únicamente, una exigencia idealista o normativa. El prestigio personal de los servidores públicos, que depende de su comportamiento, afecta la percepción ciudadana, la confianza y la credibilidad de las instituciones públicas. La importancia de la práctica cotidiana de cualquier servidor público radica en su rol como representante del Estado: esa representación constituye al Estado frente a la sociedad, porque la forma en que ésta interactúa con él redunda en la creación de ideas e imágenes sobre lo que es – y lo que debe ser – el Estado.

Guillermo Ávila

http://www.sinembargo.mx/opinion/22-12-2014/30187