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¿Si este gobierno ya nos cansó, qué sigue?

Por más que Jesús Murillo Karam en su conferencia de prensa el 7 de noviembre haya intentado desdibujar las responsabilidades del Estado al ofrecer pruebas de que el crimen organizado asesinó y calcinó a 43 jóvenes desaparecidos, los normalistas, estudiantes, maestros, organizaciones indígenas y campesinos, de la mano con cientos de miles de otras personas solidarias en el país y el mundo, vuelven con insistencia a colocar los reflectores en el sitio preciso de enfoque.

Fue el Estado, es el Estado, sigue siendo el Estado.

“Guerrero y México se encuentran en una segunda guerra sucia”, así lo dijo uno de los integrantes del Movimiento Popular Guerrerense (MPG) en el plantón afuera de las oficinas del Ayuntamiento de Tlapa de Comonfort, corazón de la Montaña, región que vio nacer y crecer a tres de los normalistas desaparecidos. La Presidencia Municipal de Tlapa es uno de los 23 ayuntamientos tomados en Guerrero a partir del 17 de octubre como parte de acciones populares a favor de la aparición con vida de los 43 jóvenes y en protesta por los niveles insostenibles de corrupción de gobiernos que cuidan todo interés, sea legal o ilegal, salvo los que responden a las necesidades inmediatas de la población.

El integrante del MPG explica que vivimos una segunda guerra sucia, no sólo por la cantidad de desaparecidos, sino por el nivel de actos de violencia estatal ejercidos contra la ciudadanía como si todos fueran criminales. Sin embargo, considera que en contraste con las décadas de 1960 y 1970, la situación es mucho más compleja porque, “el narco actúa igual que los paramilitares, solo que hay una gran diferencia, ellos se mueven también por el dinero. Ahora lo que tenemos es un narcoestado. Nos despojan de nuestras tierras, destruyen lo que tenemos, después nos tratan de reclutar como mano de obra barata para la siembra de amapola y después nos acusan de criminales. Nos aplastan entre estas dos caras y no nos dan muchas opciones de una salida digna…”

A pesar de sus vacíos, contradicciones e inconsistencias, y a pesar de sustentarse en las versiones de tan sólo tres testigos, las declaraciones de Murillo Karam el pasado viernes marcan un parteaguas. Un parteaguas que nos obliga a revisar las estrategias elaboradas desde los espacios en los que exigimos la aparición de los normalistas, anunciamos la negación futura a más actos de barbarie y rechazamos la improvisación de remedios superficiales como el Pacto por la Seguridad, posteriormente modificado en una Comisión de Estado contra la Violencia.

¿Si las trazas de luces colocadas en diversas plazas públicas del país reclaman –Fue el Estado– entonces cuáles son las tareas urgentes que tenemos por delante?

Algunos se han dedicado a poner en jaque la versión de la PGR, resaltando las contradicciones en la información proporcionada. La reportera de una conocida revista semanal, Marcela Turati, entrevistó a campesinos que frecuentan la zona del basurero de Cocula. Lo describen como un lugar transitado por bastantes personas, en contraste con las descripciones del lugar aislado e inhóspito en la que se incineraron los cuerpos sin que nadie se diera cuenta. Un periódico electrónico escribe que algo no cuadra cuando la noche de la supuesta incineración de los jóvenes con leña a la intemperie llovió torrencialmente. Durante la noche cayó 27.7 mm de agua. Y el comunicado emitido ayer por los peritos forenses argentinos, que analizan pruebas de manera independiente, confirman que ninguno de los restos encontrados y analizados es de los normalistas. Seguimos en un Estado lleno de cuerpos sin nombre, y nombres sin cuerpo, llora un comentario en Facebook.

Otros lanzan interrogantes para resaltar que Ayotzinapa no es un acto aislado, sino un nodo dentro de la acumulación de casos que en su conjunto declaran como agravio los tiempos en los que vivimos. Los miles de feminicidios. Los más de 22,000 desaparecidos. La suma de 80,000 asesinados. Y los casos que al quedarse impunes permiten la repetición de atrocidades: la masacre de Aguas Blancas, el Charco, Acteal, Atenco, por nombrar tan sólo algunos. Las cifras señalan que en lugar de una democracia, lo que tenemos en el país es una democratización de la muerte.

“¿Por qué a los que desaparecen y asesinan son a nuestros jóvenes, indígenas y campesinos, los que se forman para ser maestros y sacar a nuestros pueblos de la miseria y del hambre?”, grita desde el megáfono un maestro de la Coordinadora Estatal de los Trabajadores de la Educación en Guerrero (CETEG) el pasado 22 de octubre, durante una de las marchas más grandes en la historia reciente de Tlapa.

Hace dos semanas, en la tercera asamblea popular nacional en Ayoztinapa se acordó seguir luchando por la aparición con vida de los normalistas y al mismo tiempo seguir tomando los ayuntamientos para desaparecer los poderes, crear consejos ciudadanos y fortalecer el sistema de procuración e impartición de justicia comunitaria mediante el ejercicio de los derechos colectivos de los pueblos indígenas. La decisión nos invita a no enclaustrarnos en nuestros respectivos gremios, sino a ir más allá, a imaginar otras formas colectivas de ejercer el poder ciudadano, a pensar expresiones que trascienden el sistema partidario, que exigen a actores políticos al margen de instancias estatales actuar, vigilar, implementar propuestas, y sí, incluso gobernar desde sus localidades.

Dos ejes de inflexión nos conducen a trazar rutas pulsantes de protesta creativa: luchar con el corazón y desde la fuerza del alma para encontrar a nuestros desaparecidos; convertir la multiplicidad de expresiones de disidencia pública –las marchas, manifestaciones, plantones, paros– en espacios efervescentes de deliberación ciudadanía. Es el momento de transitar hacia un nuevo horizonte desde la dignidad que cimbra con insistencia este insoportable dolor nacional.

Mariana Mora

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