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El Senado puede aprender a decir no a las decisiones del presidente

Nos venden el voto como el gran ejercicio democrático cuando en realidad es un mecanismo limitado.

Tenemos una muy limitada idea de lo que es vivir en democracia; por muchos años nos hemos conformado con salir a votar y participar en la elección de nuestros representantes y titulares del ejecutivo. La cita es, normalmente, cada tres años, y un día de votación parece definir nuestros destinos políticos por los siguientes tres o seis años.

La trampa está en dos cuestiones: la primera, no tenemos verdaderas opciones para elegir a quienes nos van a representar. El espectro de decisión de las y los ciudadanos es muy reducido, elegimos casi siempre entre los seleccionados por cada partido político. Aunado a esta gran limitación, cada vez es más difícil hacer una distinción real entre las propuestas de uno y otro partido, y la percepción ciudadana es que son lo mismo y proponen lo mismo.

La segunda trampa está en el peso real del voto; nos lo venden como el gran ejercicio democrático cuando en realidad es un mecanismo limitado. Por ejemplo, la última edición de la Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas de 2012, señala que 8 de cada 10 ciudadanos está de acuerdo o muy de acuerdo, en que el ejercicio del voto es el único mecanismo con el que cuentan para decidir si el gobierno hace bien o mal las cosas. Si bien votar es un derecho político -que como tal debe ser ejercido y garantizado-, por sí solo es un mecanismo limitado para controlar y hacer rendir cuentas a nuestros gobiernos.

Nuestra incipiente democracia electoral también deja de lado un elemento crucial de lo que es vivir en un país democrático: los contrapesos de poder. El presidencialismo mexicano se traduce en grandes poderes para los titulares de los ejecutivos frente a un ejercicio de poder muy reducido por parte de los poderes judicial y legislativo.

El papel del poder legislativo como contrapeso del ejecutivo es crucial para asegurar mecanismos donde se identifique y castigue el abuso de poder. Además de aprobar los presupuestos públicos, mecanismo de contrapeso por excelencia, los legisladores tienen facultades para llamar a rendir cuentas a los titulares de las secretarías de Estado, designar a titulares a los organismos públicos autónomos y ratificar las propuestas del ejecutivo sobre diversos nombramientos.

Los procesos de designación y, sobre todo, los de ratificación, suelen entenderse lejos de la teoría democrática. Las designaciones públicas se convierten en un territorio de lucha por el poder político y negociaciones tras bambalinas que se traducen en la selección de perfiles alineados a los poderes políticos. Las ratificaciones, aún más limitadas, se convierten en mero trámite desde el cual los legisladores aprueban la selección del titular del ejecutivo sin discusión alguna.

En una verdadera democracia, estos procesos se realizan con una amplia deliberación pública, donde se exponen los criterios sobre las decisiones de los legisladores y se busca tomar las mejores decisiones en aras de la garantía de derechos y del fortalecimiento de las instituciones encargadas de regular el poder.

Hoy por hoy, las designaciones y ratificaciones que se realizan en el Senado y la Cámara de Diputados, así como en los congresos de los estados, suelen realizarse con poca discusión y privilegiando los acuerdos políticos entre partidos.

Son pocos los casos en los que se ha podido construir un proceso de designación abierto, transparente y participativo, el cual permita designar a los perfiles más idóneos y que sean independientes de los poderes políticos. Ejemplo de ello es la designación de los integrantes al Comité de Participación Ciudadana del Sistema Nacional Anticorrupción a inicios de año y la de los comisionados del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) en 2014.

Es importante entender estos procesos como parte medular de la construcción democrática de un país. El voto debe dejar de entenderse como el único mecanismo de participación política de la ciudadanía, y debe dejar de ser un cheque en blanco para una clase política que carece de la costumbre de informar sobre sus acciones, rendir cuentas y que no incorpora la participación ciudadana en la toma de decisiones.

Lo que hoy pasa es que votamos por personas dentro de estructuras partidistasque al llegar al poder construirán los acuerdos necesarios para ir adquiriendo mayor poder. Difícilmente ejercerán las funciones de contrapeso si eso, en el futuro, les representa una pérdida de poder.

¿Cuántas veces hemos visto al Senado o la Cámara de Diputados rechazar una propuesta para ocupar un cargo público del presidente de la República? Esto no sucede, y no porque las propuestas del Ejecutivo sean buenas, sino porque se acuerdaen lo oscurito.

Procesos de designación tan cruciales como el de los magistrados anticorrupción se limitan a la presentación de una propuesta del Ejecutivo Federal para que el Senado le dé visto bueno a sabiendas de que no los van a rechazar. Porque la experiencia nos ha demostrado que, aún cuando hay severas críticas y rechazo de perfiles propuestos por el Ejecutivo, como lo fue el caso de Paloma Merodio a la Junta de Gobierno del INEGI, el Senado le aprobará lo que sea al presidente de la República.

Y, en este esquema, ¿qué papel jugamos las y los ciudadanos? La estructura electoral nos dirá que votemos para castigar y premiar, pero el problema es que sabemos que esto no depende del partido político que llegue al poder o que tenga mayoría en los congresos, ya que cuando llegan se comportan de manera muy similar. Debemos replantearnos la participación de la ciudadanía más allá del voto porque este no es la única forma de participar de lo público, de incidir en el poder.


[ Por Renata Terrazas ]

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