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Reconociéndonos en los desaparecidos de Ayotzinapa

Del dolor llueve rabia anuncia el cartel que convoca a marchas en diversas ciudades de la República Mexicana y a nivel internacional el 8 de octubre en apoyo a los normalistas de Ayotzinapa. Un reclamo colectivo para encontrar a 43 de sus desaparecidos, de nuestros desaparecidos, castigar a los responsables de este acto de barbarie e impedir que se vuelva a repetir algo semejante. Ya son casi ocho años desde que el entonces presidente Calderón lanza su llamada guerra contra la delincuencia organizada, cuyo costo lo asumen mujeres y hombres en regiones enteras del país. Una guerra que aunque disfrazada de discursos diluidos de significados bélicos, continúa, por no decir se acelera, bajo Peña Nieto. Me incomoda profundamente la deshumanización de las cifras, pero estos números se deben repetir. De los datos oficiales de la PGR, casi 80% de las más de 22,000 desapariciones suceden durante la administración actual. A partir de la noche del 26 de septiembre, a esta lista se suman los normalistas, Bernardo Flores, Felipe Arnulfo Rosa, Israel Caballero, Mauricio Ortega, José Aníbal Cruz y otros 38 de sus compañeros de estudios secuestrados y llevados a bordo de patrullas de la Policía Preventiva Municipal de Iguala.

En estos días circulan en los medios de comunicación trozos de un rompecabezas que rebasa nuestra capacidad de comprensión humana. Mas de 1,600 funcionarios buscan casa por casa alguna pista sobre el paradero de los alumnos, sin resultado. El hallazgo de seis fosas comunes suman 28 cuerpos, pero la investigación forense tardará hasta dos meses para determinar las identidades. El llamado Choky, presunto capo de los Guerreros Unidos, ordena a los policías a matar a los normalistas, según declaraciones de detenidos. Sicarios admiten haber asesinado a 17 estudiantes. El alcalde perredista se da a la fuga. Los integrantes de su partido atrasan y alargan una respuesta. Cuando finalmente lo hacen, es mediante un perdón que ralla en lo patético ante una crisis que requería respuestas contundentes para intentar prevenir los hechos.

Las preguntas se convierten en callejones sin salida. Los porqués y los cómos, saturan pensamientos, estorban mi capacidad de concentración de cara a las actividades cotidianas, como seguramente en estos días te ha pasado a ti. En este nuestro México actual reina la falta de certezas, incertidumbres que sin embargo, trazan algunas coordinadas para darle cierta coherencia a lo que es todo salvo coherente. Leo las palabras que colocan los eventos en Iguala en una continuidad de actos represivos en la historia reciente de Guerrero: los paramilitares de la Brigada Blanca de Miguel Nazar Haro en la década de 1970; la masacre de Aguas Blancas en 1995 y la de El Charco en 1998. Otros escritos nos recuerdan la criminalización de las normalistas rurales que data desde la época de Díaz Ordaz, cuando su gobierno clausura la mitad de las instituciones que en ese entonces operaban por calificarlos de “nidos comunistas”. El maestro de la Coordinadora Estatal de los Trabajadores de la Educación en Guerrero (CETEG), que entrevistó en Tlapa de Comonfort este pasado fin de semana, señala que: “Si a los normalistas que se fueron a Iguala a hacer un boteo los reciben con balas, entonces la muerte de los estudiantes es un mensaje para todos los movimientos sociales en Guerrero y en el país.”

Iguala, si bien tiene elementos de cada una de estas lecturas políticas, contiene otros fenómenos imposibles de leer a partir de parámetros con los que estamos acostumbrados a operar. Aquí la línea entre el Estado y esos otros actores que actúan contra estudiantes se disuelve en una zona gris, poco parecido al pasado reciente. Si tal como lo sugieren algunos medios existe una aparente disputa por la plaza entre grupos del crimen organizado, sus actos nos remite a lo peor de las lógicas del capital que aprovecha, llega incluso a provocar, crisis o tragedias humanas para así limpiar el terreno de sus adversarios y seguir lucrando.

Pero ante la tragedia también encontramos certezas tan firmes como nuestra determinación de no permitir que el caso de Iguala quede impune. Sabemos lo que representan los alumnos normalistas, estudiantes de bajos recursos, de familias campesinas e indígenas que se forman para educar a niños en las regiones más alejadas del país. No son un simple símbolo de dignidad ante condiciones de precariedad y de pobreza, sino lo son por sus repetidas acciones y convicciones de carne y hueso.

Un alumno de la normal de Tlapa entrevistado el domingo pasado sostiene: “Yo nací para ser maestro….Mi mamá estudió en la normal Rafael Ramírez en Chilpancingo. Desde niño me llamó la atención la creatividad del maestro para motivar a los niños. Me gustó mucho la curiosidad que requiere ser maestro… Salí del bachillerato cuando se dieron las reformas educativas el año pasado. Sé que ya no hay plazas, que va a ser difícil conseguir trabajo, pero no quiero dejar mi sueño… Ahora por lo que luchamos es por un trabajo digno.”

Leo el ensayo y poemario sobre los desaparecidos en México, Antígona González, escrito por Sara Uribe, “…Todos iremos desapareciendo si nos quedamos inermes solo viéndonos entre nosotros, viendo como desaparecemos uno a uno…”

Mantenemos firme la convicción de no tolerar respuestas de silencio, ni información a medias. No podemos quedarnos simplemente mirándonos en el dolor, sino escuchándonos en las palabras de los normalistas como el joven que conocí en Tlapa ¿El caso de Iguala es la última gota de dolor que estamos dispuestos a aguantar? Ello significaría que antes ésta emergencia nacional era algo que podíamos soportar. No es el caso. Hoy, igual que ayer, de este dolor llueve coraje, solidaridad, dignidad y, por supuesto, rabia.

Mariana Mora

http://blogs.eluniversal.com.mx/weblogs_detalle20928.html