Recortar en cultura no es ahorrar

Hubo un momento, no tan lejano, en el que el mundo se detuvo. Las calles quedaron vacías, el silencio se apoderó de las ciudades y el futuro se volvió una incógnita. En medio de ese colapso, cuando el encierro amenazaba con carcomernos por dentro, no fue un informe económico ni un discurso político lo que mantuvo a flote nuestro ánimo. Fue la cultura. Fue la novela que nos transportó a otro mundo, la canción que dio voz al miedo, la película que nos hizo reír en la penumbra, el taller de danza en línea que devolvió el ritmo a nuestros cuerpos.

El arte no fue un lujo, fue un salvavidas. Fue la prueba más visceral de que la cultura no es un adorno, es un órgano vital para las sociedades. Es el tejido que nos une, el reflejo que nos define y el oxígeno para la resistencia de un país. Hoy ese órgano vital enfrenta limitaciones presupuestales que ponen a prueba su vitalidad y capacidad de adaptación.

Algo ocurre cada vez que se discute el dinero para la cultura, pues parece un juego de sube y baja, una danza de cifras donde las verdaderas prioridades siempre quedan en último lugar. Esta volatilidad no es un error técnico, es un síntoma. Deja ver que, para la ingeniería financiera del Estado, la cultura y las artes todavía no logran consolidarse como una genuina importancia. Se les percibe como un espacio flexible del gasto, una partida que suele ajustarse cuando se estrechan los márgenes fiscales.

La ironía es amarga. Hace apenas unos días, el gobierno de México habló alto en la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales y Desarrollo Sostenible (Mondiacult) 2025 acerca de la “transformación”, la protección de derechos de pueblos originarios y el reconocimiento de los sectores culturales y creativos como motores del desarrollo sostenible. Los compromisos fueron aplaudidos. En el papel, ministros y ministras prometieron fortalecer derechos laborales, proteger ecosistemas creativos y facilitar la movilidad de personas creadoras. En la práctica, la bolsa pública se encoge. La retórica internacional choca con la realidad nacional y estos compromisos se desvanecerse frente a las tablas del presupuesto.

Los números no perdonan. Según la Cuenta Satélite de la Cultura 2023, el sector cultural aportó 820,963 millones de pesos al PIB –el 2.7% de la economía– y generó 1.4 millones de empleos, el 3.5% del total nacional. Es decir, la cultura produce riqueza y empleos reales. Entonces, ¿por qué la asignación pública retrocede? Porque el discurso oficial y la distribución presupuestal avanzan en direcciones opuestas.

La subfunción cultura, que agrupa recursos para instituciones y programas culturales, recibirá en 2026 17,918 millones de pesos, una caída de 13.7% respecto a 2025 y marca el nivel más bajo desde 2013. Si se compara con aquel año –cuando la subfunción alcanzó 38,821 millones1– estamos frente a una reducción real de 53.8%. En términos per cápita, esto equivale a 142.19 pesos por persona, una cifra que refleja el limitado compromiso presupuestal con el acceso a la vida cultural del país. La Secretaría de Cultura, por su parte, contará con 13,097 millones de pesos, lo que implica una baja real de 17.1% frente al año anterior y la menor asignación desde que esa dependencia tuvo su primer presupuesto en 2017 (con 19,248 millones), una pérdida acumulada cercana al 32%.

Si se mira la composición del gasto, la preocupación se agudiza, para 2026 el 97.61% del presupuesto será gasto corriente –dirigido a cubrir la operación cotidiana y el funcionamiento de las instituciones públicas– y apenas el 2.38% se reservará para inversión física, es decir, casi nada se destinará a infraestructura, mantenimiento, equipamiento o proyectos de largo plazo. Más aún, la distribución geográfica es alarmante, el 97.60% de esos recursos se concentrarán en la Ciudad de México y solo 2.39% quedará para el resto del país. El resultado es previsible, el acceso a la cultura se centraliza, las regiones se empobrecen culturalmente y la desigualdad creativa se profundiza.

¿Qué significan estos recortes en la práctica? Instituciones esenciales sufren el golpe. El INAH y el INBAL enfrentarán recortes de 25.4% y 23%, respectivamente. Menos recursos para preservación, para escuelas, para orquestas, para museos. Menos posibilidad de garantizar que la memoria colectiva y las prácticas artísticas lleguen a todas las comunidades. Mientras tanto, los estímulos fiscales que sostienen cine, teatro y otras producciones permanecen estancados: 750 millones para producción cinematográfica, 65 millones para su distribución, y 250 millones para teatro, literatura, música, danza y artes visuales –mismos montos que en 2025, sin ajuste por inflación. Ese inmovilismo obliga a proyectos enteros a navegar sin red.

Aun con el anuncio de la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo de reorientar 2,000 millones, esto dejaría el presupuesto a la Secretaría de Cultura en 15,097 millones, 4.5% por debajo del 2025 y, sobre todo, muy lejos de la meta que recomiendan distintas declaraciones internaciones: llevar el gasto público en cultura hacia el 1%, cifra que en términos de 2026 equivaldría a 101,936 millones de pesos. Existe, por tanto, una contradicción evidente entre lo que se acuerda en eventos internacionales y lo que decide el Presupuesto de Egresos.

Hay decisiones técnicas que ya no pueden esperar. Por ejemplo, mantener congelados los montos de EFIARTES y EFICINE sin actualización por inflación debilita la producción nacional y la circulación de nuestras historias. Reformar la Ley del ISR para fijar esos montos no es una ocurrencia administrativa, es una propuesta práctica para garantizar continuidad y previsibilidad. Elevar y estabilizar esos recursos es una inversión con retornos culturales, sociales y económicos.

Recortar cultura no es ahorrar. Es erosionar el tejido social, desmantelar un ecosistema que contribuye al PIB y que genera empleos. La cultura es una herramienta de cohesión que funciona como antídoto contra la exclusión. Menos inversión implica menos escuelas de arte, menos festivales comunitarios, menos centros culturales que apagan la violencia con creatividad. Significa precarizar a personas trabajadoras y creadoras, negarles protección social y salarios dignos, dejando en la informalidad aquello que sostiene identidades y economías locales.

La exigencia es clara y simple, se requiere abrir un diálogo efectivo con la comunidad artística y cultural para trazar una ruta hacia el 1% del gasto público y revertir la lógica de recortes. No se trata solo de aumentar cifras en una tabla, sino de reimaginar el papel del Estado como garante de condiciones para la creación y la circulación cultural. Una política coherente exige responsabilidad fiscal, pero también visión: reconocer que invertir en cultura es invertir en salud mental colectiva, en memoria, en turismo sostenible, en empleo formal y en la capacidad del país para contarse a sí mismo.

México ya demostró que el arte salva. Lo hizo cuando la vida pública se detuvo y la cultura sostuvo la vida privada. Hoy exige algo más que palabras y retórica; reclama recursos, certezas y voluntad política. Revertir los recortes es una acción necesaria para fortalecer el país. Si el Estado no asegura las condiciones para crear, preservar y circular nuestras historias, renuncia a la memoria colectiva y condena a la creatividad a la incertidumbre. La apuesta por la cultura debe dejar de ser una opción secundaria y convertirse en la prioridad que sostiene el futuro de México. Un país que deja a un lado su cultura va perdiendo, poco a poco, su sentido y su voz.

 

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