En México hay una ecuación que no suele fallar: mientras el Gobierno viola las leyes con total impunidad, quienes defienden sus derechos son criminalizados. Estamos ante la ley de la selva donde impera la voluntad del más fuerte. La creencia liberal de un Estado de derecho al que todos se someten irrestrictamente es un sueño guajiro que se quiebra ante las realidades concretas de injusticia que afectan, en especial, a grupos históricamente discriminados como son los pueblos indígenas.
La batalla que libra la Tribu Yaqui contra el Acueducto Independencia en Sonora es una muestra que retrata el lamentable panorama que prevalece en el país. El megaproyecto fue impuesto ilegalmente por el Gobierno sonorense y avalado por la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales, quien la autorizó sin haber llevado a cabo una consulta previa a las comunidades. Aunque la violación fue reconocida en 2013 por la Suprema Corte de Justicia de la Nación no hubo consecuencias severas para las autoridades, salvo reponer un proceso de consulta que llegó cuando el daño ya estaba ocasionado. En efecto, el despojo del agua de los territorios Yaqui ya se había perpetrado como resultado del trasvase del recurso vital a la ciudad de Hermosillo. La Corte, en un claro retroceso de su histórico fallo, lejos de detener este atropello y decretar la suspensión inmediata del Acueducto, justificó la operación ilegal del mismo en tanto se desahogara el proceso de consulta y sin importar que la obra no contara con Autorización de Impacto Ambiental.
En este contexto perverso, no hay condiciones para generar una consulta libre y de buena fe como marcan los instrumentos internacionales. Varios de los pueblos Yaqui que llegaron a esta conclusión tomaron la firme decisión de suspender la interlocución con el Gobierno Federal y reivindicar sus derechos colectivos a través de la resistencia pacífica, sin que implique dejar a un lado su defensa legal. Cómo afirmó Mario Luna en una reciente entrevista “Son nuestros recursos, es nuestro derecho y los seguiremos defendiendo”.
Al parecer la protesta social es la única vía que queda para detener las ilegalidades de un Estado que no respeta sus propias leyes ni acata las decisiones judiciales. Las secuelas de casos como éste son funestas para la gobernabilidad y la paz social en el país. Al cerrarse el camino de las instituciones a los pueblos, están en todo su derecho de transformarlas a cualquier precio pues lo que está en discusión es su propia supervivencia.