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Las amenazas son tortura y jamás podrán sostener una “verdad histórica”

A casi diez años de la cobarde desaparición forzada de los 43 estudiantes y frente a las declaraciones sobre el uso de tortura para intentar fabricar de manera ilícita una “verdad histórica”, se siguen profundizando las dudas y la incertidumbre por saber qué fue lo que verdaderamente ocurrió con los jóvenes estudiantes de Ayotzinapa.

Natalia Pérez Cordero
Investigadora en el programa de Derechos Humanos y Lucha contra la Impunidad

El pasado mes de febrero se hizo público un fragmento del documental que realiza la BBC, en el marco de una década de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa la noche del 26 de septiembre del 2014 en Iguala, Guerrero. En él se entrevista a Tomás Zerón, exdirector de la Agencia de Investigación Criminal (AIC) de la entonces PGR y encargado principal de la investigación, en donde, haciendo referencia a un video que circuló en 2020, confiesa que él sólo “amenazó” a la persona interrogada, pero que no lo torturó, ya que no tenía esa “necesidad” por el alto rango que ostentaba en ese momento.

Recordemos que Tomás Zerón se encuentra prófugo de la justicia en Israel –con el que no se tienen firmados convenios de extradición– para evitar ser juzgado por diversos delitos, entre ellos el de tortura y obstrucción de la justicia vinculados a lo que entonces se intentó mostrar como “verdad histórica” de lo que ocurrió con los 43 jóvenes desaparecidos o, lo que es lo mismo, la versión oficial construida a base de pruebas que fueron obtenidas con violaciones a derechos humanos, como supuestas confesiones, y que tiempo después se comprobaría que fueron obtenidas bajo actos de tortura física y psicológica; es decir, que constituían lo que coloquialmente se denomina “fabricación ilícita de pruebas”.

En el año 2020 se filtró el video poco audible donde se observa a Tomás Zerón encabezar un interrogatorio ilícito a una persona que se encuentra inicialmente con el rostro cubierto y el dorso descubierto, sentado e inmovilizado con las manos amarradas hacia atrás, mientras el extitular de la AIC le dice cosas inaudibles e interviene otro hombre que le hace preguntas sobre alguien más; la persona interrogada era uno de los incriminadas en el caso Ayotzinapa, apodado como “el Cepillo”, que supuestamente aportó información sobre el destino de los estudiantes, su presunta incineración y posterior ocultamiento en el basurero de Cocula.

A esa quimérica escena se suma el hecho de que en ningún momento se observa la presencia de una defensa legal que acompañe al presunto responsable, omisiones que van en contra de las garantías y principios del debido proceso penal establecidas en el artículo 20 de la Constitución, en particular en lo que respecta a la prohibición de toda incomunicación, intimidación o tortura en el marco de una detención, así como a la obligación de que toda confesión sea rendida con la asistencia de una persona defensora, de lo contrario carecerá de todo valor probatorio para acreditar un delito; garantías que resultan necesarias para dar mayor certeza jurídica y confianza en el desarrollo de la investigación y acceder de manera efectiva a la verdad y justicia que tanto anhelan las familias de víctimas de violaciones graves como la desaparición forzada.

Por su parte la Ley General para Investigar y Sancionar la Tortura, que retoma a su vez las definiciones de la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura y de la Convención contra la Tortura de la ONU, advierte que comete el delito de tortura:

“Artículo 24.- [..] el Servidor Público que, con el fin de obtener información o una confesión, con fines de investigación criminal, como medio intimidatorio, como castigo personal, como medio de coacción, como medida preventiva, o por razones basadas en discriminación, o con cualquier otro fin: I. Cause dolor o sufrimiento físico o psíquico a una persona; II. Cometa una conducta que sea tendente o capaz de disminuir o anular la personalidad de la Víctima o su capacidad física o psicológica, aunque no le cause dolor o sufrimiento, […]”.

Esta definición ha sido ampliamente interpretada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y ha reconocido que la prohibición de la tortura psicológica incluye “las amenazas y el peligro real de someter a una persona a lesiones físicas [lo que] produce, en determinadas circunstancias, una angustia moral de grado que puede ser considerada «tortura psicológica» [1]. Esta misma Corte ha establecido que los Estados tienen el deber de garantizar que las condiciones de detención sean acordes a la dignidad personal de las personas detenidas, según lo dispuesto en el artículo 5o. de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; por lo que, en aplicación de este tratado, la jurisprudencia interamericana ha considerado que conductas, específicamente en el contexto del interrogatorio y detención, como: la detención prolongada con incomunicación, el mantenimiento de las personas detenidas encapuchadas y desnudas durante el interrogatorio, las amenazas –incluidas las de muerte–, y la exposición a la tortura de otras víctimas equivalen a un tratamiento inhumano.

De acuerdo con estos criterios y en el contexto de aquel vídeo en el que, en palabras de Tomás Zerón se le ve amenazar a una persona que se encuentra notoriamente sometida, con el rostro cubiertofrente al servidor público con mayor poder de la entonces AIC y sin asistencia de una defensa legal, con el fin de obtener información para resolver uno de los casos de desaparición forzada más emblemáticos desde que comenzó la llamada “Guerra contra el narcotráfico”, las amenazas además de constituir una forma de tortura psicológica tuvieron como fin obtener supuesta información para una investigación criminal que tenía a su cargo, misma que después sería utilizada para construir la denominada “verdad histórica”, yendo en contra de los establecido por la propia Constitución y diversas normas nacionales e internacionales.

A casi diez años de la cobarde desaparición forzada de los 43 estudiantes y frente a estas declaraciones sobre el uso de tortura para intentar fabricar de manera ilícita una explicación y con ella, construir una “verdad histórica”, que se ha ido haciendo cada vez más insostenible jurídica y fácticamente con el paso del tiempo, se siguen profundizando tanto las dudas, como la incertidumbre por saber qué fue lo que verdaderamente ocurrió con los jóvenes estudiantes de Ayotzinapa. A casi diez años de los hechos seguimos con las mismas dudas: ¿quiénes fueron los responsables? ¿Qué tanta participación o encubrimiento hubo por parte de autoridades federales, en particular el Ejército Nacional? ¿Qué ocultan y por qué no han proporcionado toda la información que el propio GIEI exigió por tanto tiempo? ¿Por qué si desde el inicio había una investigación sólida, se tuvo que recurrir a diversas violaciones a derechos humanos para demostrar una supuesta verdad histórica?

Es pertinente recordar al Estado mexicano que el “derecho a la verdad entraña tanto para las víctimas y para la sociedad en su conjunto tener un conocimiento pleno y completo de los actos que se produjeron, las personas que participaron en ellos y las circunstancias específicas, en particular de las violaciones perpetradas y su motivación” y, sobre todo, regresarles a casa.

  1. Corte IDH, Caso “Maritza Urrutia v.s Guatemala”, párrafo 93.